Una buena anécdota difícil de olvidar pescando un siluro

Era el mes de marzo de 1997. Yo ya estaba en plena temporada de pesca, ihtentando aprovechar al máximo este mes, uno de mis preferidos para llevar a cabo esta actividad, pues los siluros están hambrientos después del período invernal y pican muy bien. Ya llevaba más de cincuenta capturas a mi haber desde principios del mes de febrero y era considerado uno de los mejores guías en la organización en que trabajaba. Un día llegó un grupo de cinco clientes de Munich y me correspondió a mí llevarlos de pesca durante una semana. Desde el primer momento me di cuenta de que mi tarea no resultaría precisamente fácil.
La paciencia que me caracteriza y, sobre todo, el estar acostumbrado a soportar impertinencias de vez en cuando me ayudaron en un principio a asumir mi obligación con la conducta más cordial posible hacia esas personas. El día que llegan los nuevos clientes, normalmente en sábado, no se sale a pescar, pero yo hice una excepción y decidí salir con todos ellos a capturar unas luciopercas. No fue mal pero, como yo pensaba, mis acompañantes eran unos verdaderos inexpertos en el mundo de la pesca deportiva y sólo querícin hacer lo que a ellos les parecía bien. Sin duda, mi primera impresión no había sido en absoluto equivocada.
Cuando llegamos al camping de la organización, comunicaron a todos los allí presentes que, para haber salido con uno de los mejores guías, era insuficiente pescar sólo 12 luciopercas en dos horas. Un cliente que ya llevaba más de un mes pescando se dirigió a mí y me preguntó, con cara de extrañeza, de dónde había sacado aquellas luciopercas tan hermosas. Yo, evidentemente, le indiqué el lugar y de paso le comenté que el grupo que yo llevaba no daba la talla; él me sonrió dando a entender que ya se había dado cuenta.
Al día siguiente, el primero dedicado a la pesca del siluro, empecé a preparar todo el equipo necesario para las cinco personas del grupo. Ante mi sorpresa, uno de ellos se me acercó y me dijo que no hacía falta que me molestara ya que ellos ya disponían de todo lo necesario para pescar siluros grandes. Acto seguido, le pedí que me mostrara ese equipo y, después de haberlo examinado, le dije que con esas cañas no iríamos muy lejos.
Un poco enfadado, y mofándose de mí, me dijo que ellos no querían ningún equipo especial y que esas cañas eran lo suficientemente resistentes para pescar grandes peces. Más tarde, reuní a todo el grupo y les comenté que yo no me hacía responsable del funcionamiento de su equipo y que solamente montaría los sistemas tal y como siempre hacemos. Una hora antes de salir a pescar, y cuando ya estaba todo preparado, me dicen que quieren cambiar de equipo y les comento que harán falta tres horas para poder prepararlo ya que en esos momentos no hay ninguno listo. En realidad, había de sobra, pero lo que yo quería era darles un escarmiento…
Efectivamente: las tres primeras picadas se saldaron con tres fracasos y tres cañas rotas. En las dos primeras picadas, al ir a dar el fuerte cachete las cañas se rompieron en tres trozos y el siluro escapó sin haberse clavado los anzuelos. Luego, en la tercera picada, un poco más cautos, conseguimos clavar al siluro. Un buen siluro que, por culpa del mediocre bajo de línea, se escapó después de una hora luchando con él. ¡Qué alegría me dio! Decidí no seguir pescando y, al cabo de poco tiempo, ya estábamos de vuelta a casa.
Una vez recogido todo el equipo y tras habernos cambiado de ropa, nos sentamos juntos en la cantina. Enseguida comencé a analizar todo lo sucedido y a explicar el porqué del fracaso; sin duda, ellos empezaron pronto a escucharme con atención y me pareció que hacían caso a todo lo que yo les decía y recomendaba. Después de bebernos varias cervezas y llegar a un ambiente más o menos cordial, me garantizaron que al día siguiente harían todo lo que yo les había dicho pero que, a cambio, querían conseguir unas buenas capturas.
Al día siguiente, a primera hora de la mañana, empecé a montar todos los equipos y, al cabo de pocos minutos, mis clientes se acercaron con la cámara fotográfica en ristre para hacer fotos de todo lo que yo estaba haciendo. No sabían hacer nudos, no sabían afilar anzuelos… en definitiva, no sabían nada de pesca. Ciertamente, en la vida te puedes encontrar con todo tipo de gente, pero a veces es mejor abstenerse de hacer comentarios: al fin y al cabo, ellos eran los que pagaban,y el cliente siempre es el cliente.
Me invitaron a comer y les dije que aquel sería un gran día. Yo sabía que en la zona a la que iríamos a pescar teníamos el éxito casi asegurado. Cuando llegamos al sitio, monté todo el equipo y, al finalizar, me tenían preparada una cerveza bien fresca y estaban todos a mis órdenes. No había acabado de dar el primer trago cuando ya me estaban preguntando cuánto tardarían en picar. Les contesté: «Hemos venido a pescar y ya estamos pescando. lo hacemos mejor que ayer, pero a partir de ahora ya todo depende de los peces». Intenté explicarles que había puesto toda la carne en el asador y que sólo había que esperar. Al parecer, eso no les convenció mucho, pero después de haber escuchado toda serie de preguntas estúpidas, a mí ya me daba igual.
De repente, una buena picada y todo empezó a cambiar: parecía que lo que les había dicho funcionaba. Nos montamos en la barca, y empecé a remar como un loco. El siluro era pequeño, de unos 150 cm, y conseguimos hacernos con él. Una vez en la orilla, me dispuse a atarlo con una cuerda para hacernos una foto con él en el camping, pero me sorprendió cuando me dijeron que ya podía soltarlo pues era muy pequeño y ellos no querían hacerse ninguna foto con un siluro de tan reducidas dimensiones.
Sacamos dos más, uno de 170 cm y el otro de 175 cm, pero para ellos no’ era suficiente. Querían piezas que pasasen de los dos metros y me comentaron que habían pagado para ello. Yo lo estaba pasando realmente mal, aunque procuraba no exteriorizar mis sentimientos. Un grupo francamente difícil.
Empezó a llover y decidimos abandonar la pesca por ese día. Dejé todas las boyas en el río, pues la tormenta era muy fuerte y no me atrevía a seguir mucho tiempo con la barca en el agua por miedo de los continuos rayos. Al mediodía del día siguiente, me acerqué ala zona en que estaban las boyas y empecé a recogerlas. Con la sonda, recorrí todo el fondo y pude averiguar la actividad que tenían los siluros en aquellos momentos.
¡Era espectacular! Se movían por todas partes, y estaba seguro de que por la tarde seguirían allí. A las cuatro ya estábamos todos en el punto de pesca. Monté los diez sistemas pero, sin que ellos se dieran cuenta, sólo puse cebos en dos. Con todo esto . quería evitarme problemas y tener controlados los mejores puntos que había descubierto por la mañana. Eran las seis de la tarde y aún no había picado nada pero, al poco rato, se empezó a doblar una de aquellas dos cañas como jamás yo había visto. «¡Dios mío!», fue lo primero que dije, y creo que esta expresión dejó a mi grupo un poco confuso, ya que nadie se decidió a coger la caña.
Fui yo mismo el que, sin pensarlo dos veces, empuñé el rígido, que, más que rígido, era un auténtico arco que no podía sacar de su alojamiento. Había más de 50 m de línea y era una picada brutal; la fuerza del tirón me arrojó al suelo, pero no solté la caña. Una vez clavado el pez, le pasé la caña a uno de ellos y empecé a darle instrucciones. En un principio no quería subirse a la barca, pues sus compañeros deseaban filmar todo lo que acontecía en esos momentos, pero a base de gritos y de nombrar a todos los santos del cielo, conseguí convencerlo.
Amigos míos, les aseguro que no hay motor eléctrico que vaya tan rápido como aquel enorme siluro que arrastraba nuestra barca. El pescador, con la empuñadura entre sus piernas, me comentaba que le dolían sus partes más íntimas, pero yo sólo podía pensar en que me había olvidado el tabaco en mi asiento. ¡Dios mío, qué nervios! La adrenalina que desprendíamos se podía oler, y mis piernas empezaron a temblar sin parar.
Mikael, que así se llamaba el asustado pescador, cuando me vio tan nervioso me preguntó: «¿Es muy grande?». Le respondí que nunca en mi vida había visto un siluro como ése: una cabeza enorme y unos coletazos que hacían temblar todo el bote. Nos alejamos casi un kilometro de la zona en la que había picado y no podíamos acercarlo a la barca. Mikael se orinó encima, y
yo no podía creer lo que estaba presenciando. Pasamos más de dos horas luchando con el siluro hasta que conseguimos acercarlo a nuestro bote. Cuando me propuse cogerlo con las manos vi que yo solo no podría subirlo a la barca. ¡Dios, qué enorme coloso!
Dio un fuerte coletazo y se lo llevó todo. Mikael se quedó sentado con la caña entre las manos, y yo de pie con las manos en la cabeza. Estuvimos más de un minuto sin decir nada y luego empezamos los dos a llorar. Para mí, sinceramente, es muy difícil calcular lo que podía llegar a pesar ese enorme siluro y, por ello mismo, no quiero entrar en el tema de medidas y pesos exagerados. Viendo la impresionante envergadura de aquel pez, creo que algún día no muy lejano ejemplares de esa talla llegarán a ser algo normal y que quizá ustedes mismos sean alguna vez protagonistas de una hazaña similar. Los cinco alemanes de mi grupo se dieron cuenta de lo que es el siluro en Mequinenza y aprendieron a valorar el trabajo de un profesional de la pesca deportiva. Como han visto, el siluro puede sorprender de una manera tan espectacular que no habrá palabras para describirlo si no se vive.
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